Historia de un parto





 Tal día como hoy hace tres años estaba haciendo una tortilla de patatas tamaño rueda de carro para repartir en cuatro bocadillos. Con cebolla, ¡por supuesto!, la tortilla sin cebolla es como un jardín sin flores. Estaba embarazada del Rubio, embarazadísima, nueve meses clavados, y en dos días tenía programada la cesárea. En Valencia, a mil kmts de Coruña.  



 La tortilla era una parte indispensable del equipaje que cargaríamos al día siguiente, en el tren rumbo al hospital. ¡Y mira que hay listas de cosas a llevar en la maletita del hospital cuando vas a parir!, algunas de sentido común, otras francamente estrambóticas, pero una tortilla no lo vi jamás. Claro que nada relacionado con el parto del Rubio fue muy habitual...yo al menos no conozco ningún otro caso. 

 Juzguen ustedes: parí al chiquilín a mil kilómetros de mi casa, viajando en tren con la única compañía de mi señor padre. El papá de la criatura llegó desde Asturias más tarde y se marchó un día antes que nosotros. Es decir, ¡ni una mujer a mi lado!, todo cromosomas "y", con lo que eso significa...¿Y qué significa??

 ¡Cómo explicarlo!... con ejemplos: el papá se tiene que marchar como digo un día antes que nosotros y lo hace, en su coche, llevándose la mochila que trajo. La ropa sucia, los "por si acasos" que metí en mi maleta y no necesité y cositas que nos dieron en el hospital se volvieron conmigo en el tren, junto con el bebé y el tajo en la barriga. Encima me empeñé en llevarme también el ramo de flores (primero y último en nuestra relación, ¡como para dejarlo en el hospital!) Era pa verme. Se lo recrimino y el pobre contesta- ¡no me lo pediste! ... fue lo mismo que respondió cuando le afeé que no me llevara flores al hospital en el nacimiento del Moreno, si es que parezco nueva...

Otro ejemplo más: yo, recién parida en la habitación del hotel, doblada de dolor por un cólico tremendo en el abdomen.Y mi señor padre que me pregunta preocupado que qué me pasa...

 Es por la cesárea- le digo, atónita- y él, poco convencido, me dice muy serio - ¿no serán gases??

 Verídico.

 Pero me estoy adelantando a la historia y antes debo poneros en situación. Por las características de mi útero patológico un segundo parto, que forzosamente debía ser quirúrgico, era muy arriesgado. En Coruña, donde nació mi primer churumbel mediante una cesárea harto complicada, la doctora que me atendió entonces me desaconsejó por completo un nuevo embarazo. Fuímos a Valencia a hablar con la ginecóloga que nos llevó los tratamientos de fertilidad, con el informe de la cesárea del Morenito y con el Morenito, ya puestos, que mola mucho lo de volver a la clínica de repro resistida a mostrar los frutos de tantos desvelos. Además, ¡era un beibi taaan guapo! ...dos mesecitos... y eso que aún lucía el bollo en la cabeza que le causó la ventosa (sí...cesárea con ventosa, ¿a que tampoco conoceis más casos?) Pues eso, para allá que fuimos con el corazón encogido, buscando una segunda opinión. Por suerte la ginecóloga entendió lo que había ocurrido con el Morenito y nos explicó lo que haríamos en un segundo parto, caso de darse. Pero eso sí, había que ponerse en sus manos también para parir al crío, no solo para concebirlo. Y por eso lo del parto en la otra punta del país.

 Que como os podeis imaginar cómodo, cómodo...no es. Pero tiene su lado positivo: estás tan nerviosa encajando el puzzle (mi nene de un año y yo en Coruña, el papá por aquel entonces recorriendo Asturias, y el hospital en Valencia) que no tienes mucho tiempo para pensar en el riesgo, en si todo saldrá bien ...solo puedes pensar en quién cuidará a tu hijo mientras te vas esos días fuera. En organizar todo, sobre todo la vuelta, que la harás convaleciente y con un recién nacido a cuestas. Y en tu padre, que quiere acompañarte pero recién sale de un serio problema de salud. Y cuando digo recién es recién: hoy estaba haciendo bocadillos para ambos porque ayer el especialista de papá nos confirmaba que todo estaba bien. Que estaba curado. Ayer, el día antes. En esta familia no nos aburrimos, no...

 Con esa buenísima noticia marchamos para Valencia. Estábamos en racha. Primera prueba superada con nota, vamos a por la segunda: el parto.

 El viaje empezó mal: de madrugada pillamos un taxi para llevarnos a la estación. Embarazadísima como estaba, me metieron en el asiento mientras el taxista y papá cargaban los bultos. Al llegar a la estación descubro que falta la bolsa de la comida: la dejaron en la acera de casa. Vuelo en el taxi a por ella porque vamos en dos trenes sucesivos sin restaurante y tendremos el tiempo justo de hacer trasbordo: vamos, que no comemos y es un día entero de viaje. Llegué por los pelos, no perdí el tren de milagro.

El AVE no está nada mal...


 Pero fue el único contratiempo: ya con el culo plantado en el asiento y el paisaje de media España discurriendo veloz a través de la ventanilla, pude por fin relajarme y pensar en mi panzola querida. Lo cierto es que no tenía miedo, "sabía" que todo iría bien. Hicimos el transbordo de Atocha a Chamartín y pusimos rumbo a Valencia una vez más. Este viaje sería el último, el definitivo, el punto final a nuestra historia de infertilidad: allí nacería nuestro segundo hijo, un tributo merecido para una ciudad que jamás había formado parte de mi biografía pero que llegó a ella para quedarse, aunque no haya vuelto más. Espero hacerlo algún día, con mis hijos, y explicarles in situ la alucinante historia de su existencia.  

 Nos instalamos y horas más tarde, ya de noche, llegó el papá. Recuerdo que su llegada me calmó, no era consciente de mi inquietud hasta que estuvimos juntos. Dormimos bien, desayunamos tranquilos los tres, dimos un paseo. Charlamos de todo un poco y no precisamente de lo que estaba por venir; es lo bueno de los varones, son tranquilos y confiados, o al menos mi padre y mi churri lo son. Me distraje. Tenía los nervios justos para no sufrir por no poder comer (soy glotona y jaquecosa, llevo fatal pasar hambre ¡y embarada más!), ni uno más. Llegó la hora y tras los trámites del ingreso me preparé para bajar al quirófano. Tardaron en llamarme y la experiencia de mi anterior parto, que ya empezó mal al marearme tumbada boca arriba y continuó peor al no hacerme efecto la epidural hizo que aquella espera fuese el peor rato.

 Me despedí llorando de mi queridísimo pero en cuando aparecieron en escena el anestesista y su enfermera me concentré y encontré alivio en soltar los mandos. Podía ¡por fin! descansar de tanto pensar y tomar decisiones, y simplemente dejarme hacer. Alea jacta est, y además de verdad: ellos llegan revolviendo a tu alrededor, hablando entre ellos, notas tirones, cosas que se mueven, pitiditos de máquinas, gente verde que entra y sale y tú estás ahí, en silencio, intentando no molestar y seguir las instrucciones a la primera...quieres caerles bien a toda costa, que estén cómodos contigo y den lo mejor de sí mismos...por la cuenta que te trae! Siempre pienso que si fuese médico no me gustaría, por nada del mundo, ser paciente. Ver el mundo desde el otro lado, con lo que saben ellos del lado médico, tiene que ser inquietante. Nosotros, los no médicos, podemos concederles el papel de dioses con la felicidad que da la ignorancia y es mejor así. Pero estoy divagando. 

 Volvamos al preparatorio del quirófano. Estuve como una hora o más con el anestesista. No recuerdo bien qué hizo conmigo, salvo algo de un catéter desde el brazo hasta no sé donde que me pusieron despierta y que no me enteré...inaudito. Y salvo, por supuesto, su promesa de intentar mantenerme despierta y de advertirme antes si no iba a ser así. Yo solo hablaba de eso ya que en mi anterior parto desperté en una sala sola, sin bebé y sin entender nada. El estaba bastante seguro de poder mantenerme despierta, como finalmente así fue. Empezó la cirugía y enseguida me avisaron de la llegada de mi chiquilín. Enseguida. Levanté la cabeza y dos rostros sonrientes izaron a mi bebé, caliente, colorado, y tan suave...la piel más suave que toqué jamás. Estuvo un ratito conmigo y después se lo llevaron. Para entonces estaba ya muy mareada, me sentía físicamente fatal, como a punto de desmayarme pero estaba feliz porque el nene estaba fuera y bien. Alguien se inclinó para decirme que todo en él era perfecto y darme la enhorabuena. Desde ese momento, a pesar de que como digo tenía la sangre en los pies y una hormigonera en lugar de estómago, todo me daba igual ¡lo había conseguido! Tenía otro pequeño, mi segundo hijo, un auténtico milagro.



 Subió conmigo a la habitación, pegadito a mi costado, los dos despabilados y conscientes, con los ojos bien abiertos, mirándonos. El muy serio, yo con una sonrisa de oreja a oreja. Recuerdo que era miércoles, y que pasamos nuestras primeras horas juntos mirándonos, mamando y viendo Top Chef. Papá, mamá, el nene y Chicote, pues el abuelo se había retirado ya al hotel. Al día siguiente vino a relevar al papá, hicimos fotos, pero la tranquilidad fue la tónica general. Las sonrisas, el silencio, y cierta placidez. Pasó otro día y el papá hubo de marchar. Dejamos el hospital como vinimos, el abuelo y yo (...y el ramo), solo que el nene esta vez viajó sobre mi vientre porteado en un fular.

 De esa guisa hice las gestiones administrativas, pagué las facturas, resolví el papeleo...vamos, ¡lo típico que hacemos la recién paridas! (modo irónico on...) ¡Pero qué feliz las hice, con mi churumbelito a cuestas! Recuerdo las sonrisas del personal de la recepción cuando nos vieron llegar al hotel, los comentarios a nuestro alrededor y los detalles al atendernos en el restaurante. No todos los días ves llegar un bombo y al poco tiempo ¡al inquilino! Mi muñeco iba plácidamente instalado sobre mi pecho porque necesitaba las manos libres, para llevar la maleta atestada...y el jarrón. Con mi niño de tres días, volvimos a A Coruña en tren.

 El viaje de vuelta fue un viaje feliz. Perdí la cuenta de las veces que me preguntaron por mi hijo en las estaciones, en ambos trenes: un bebé recién nacido es un espectáculo que atrae a todos. Volví rodeada de caras sonrientes por todas partes. El nene fue durmiendo y mamando, durmiendo y mamando, inmerso en el bucle habitual de los bebés y ajeno a todo. Solo salió de mi regazo para ocupar el de su abuelo, en la misma posición de bicho bola. A lo largo del trayecto no dijo ni Pamplona. En cuanto a mi, tengo que confesar que tengo buenos postpartos. Los dolores tras las cesáreas los soluciono con un simple enantyum. Estaba mucho más incómoda por la subida de la leche que por la cirugía, ¡muchísimo más! 

 Con todo, llegamos cansados a nuestro destino. Allí nos esperaba el papá, cansado también, tras hacerse el día anterior la ruta Valencia-Gijón para recoger al Moreno y ese mismo día Gijón-Coruña. Y por supuesto el Morenito, quién tras contemplar brevemente a su hermano y acariciarle la cocorota reclamó nuevamente su condición de rey de la casa. Costó hacerle entender que desde ese momento había dos reyes. De hecho, hace un rato acabé de coserle una segunda corona, pues aunque la corona de rey es para el Rubio por ser el cumpleañero ¡cualquiera deja al Moreno pelao!

 Y aquí me encontrais ahora, terminando las coronas de goma eva con las que celebraremos los tres añitos de mi chiquitín, mientras recuerdo emocionada que hace tres años, a estas horas, estaba haciendo una tortilla...Con cebolla, desde luego.



 

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